El informe provisional de esta comisión -a la espera del definitivo, que verá la luz en otoño-, elaborado a partir de los resultados del trabajo de la comisión hasta ahora -que incluye encuestas, entrevistas con jóvenes afectados, padres, policías, asistentes sociales, líderes comunitarios y otros expertos-, apunta seis áreas clave de actuación con el fin de atacar las causas que favorecen el uso de la violencia entre los jóvenes. Son las siguientes:
- Desarrollar un modelo nacional de salud pública. Ratifican los principios seguidos en Escocia, donde el tratamiento de la violencia juvenil ha recibido un tratamiento epidemiológico (siguiendo el modelo de tratamiento de la violencia por parte de la Organización Mundial de la Salud). Es muy importante, remarca, que esta aproximación sanitaria al problema requiere que todo el sistema integre este cambio cultural y que cuente con un consenso político suficiente.
- Centrarse en los años de la infancia y en la intervención más precoz posible. Han hallado evidencias de la importancia de las experiencias infantiles de violencia física, sexual, emocional, abusos, desatención o bien crecer con padres drogadictos en la aparición de conductas violentas en los jóvenes y adolescentes. Haber vivido o sufrido violencia en los primeros años de su vida les hace considerar la violencia como una cosa habitual y banalizarla (un porcentaje nada despreciable de jóvenes violentos manifiesta haberse sentido inseguros en casa).
- Reformar los servicios de atención a los jóvenes. Implicaría establecer una política nacional de juventud que sirviera de marco, la revisión de la distribución de los fondos -un incremento de los casos de enfermedad mental y comportamientos desordenados ha coincidido con una reducción de la financiación puesta a disposición de estos servicios y se han financiado demasiados proyectos a corto plazo-, así como fomentar la intervención de los grupos religiosos. Creen que las personas a quienes llaman líderes de fe –curas, pastores, etc.- están en condiciones de llevar a cabo una contribución positiva a la prevención de la violencia juvenil.
- Incrementar el apoyo a las escuelas. Hay que intentar reducir a cero el fracaso escolar. Los alumnos que son excluidos del sistema educativo porque obtienen resultados ineficientes presentan un porcentaje bastante más alto de comportamientos violentos que los que completan el ciclo formativo. Señalan la relevancia de revisar cómo se distribuyen los consejos sobre los perfiles curriculares que debe seguir cada niño, de enseñar cuestiones en torno al sexo y a las habilidades relacionales de los alumnos, y de integrar mejor los diversos servicios existentes en las escuelas (asistentes sociales, psicólogos, etc.).
- Aumentar las oportunidades de acceso al trabajo. Las escuelas tendrían que enseñar a los niños las habilidades y los conocimientos que les facilitarán el acceso al mercado de trabajo. Los centros de tratamiento de jóvenes deberían elevar las aspiraciones de los jóvenes y dejar de considerar que solo pueden acceder a trabajos poco cualificados. Un incremento de los aprendizajes a disposición de los jóvenes les ayudaría a romper con el ciclo de paro que muy a menudo es tradicional en su familia.
- Profundizar en las estrategias de policía comunitaria y revisar las políticas relativas al consumo de drogas. El informe remarca que la encuesta pasada a los jóvenes mostraba que un 46% no recurriría a la policía aunque tuvieran miedo de ser víctimas de un delito. Sería importante que cada centro escolar tuviera un policía en concreto como punto de referencia para sus estudiantes. También habría que tener en cuenta que los jóvenes que consumen algún tipo de drogas presentan una tendencia más alta a comportamientos violentos.
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