El pasado mes de febrero el Transnational Institute y los académicos Arun Kundnani y Ben Hayes publicaron el informe The globalisation of Countering Violent Extremism policies. Undermining human rights, instrumentalising civil society. El documento hace un repaso de cuáles han sido las políticas asociadas a la lucha contra el extremismo violento (Countering Violent Extemism – CVE) y sus consecuencias en el ámbito del respeto de los derechos fundamentales y el rendimiento de cuentas.
Las políticas CVE pretenden ser una aproximación más progresista, holística y preventiva en contraposición a la naturaleza reactiva de la llamada guerra contra el terrorismo. Los primeros a implantarlas fueron los Países Bajos y el Reino Unido (a mediados de la década anterior), y posteriormente se extendieron a otros países europeos, a los EE.UU. y a instituciones supranacionales como la Unión Europea y la ONU.
A pesar de todo, los autores del informe consideran que los planteamientos de las CVE tienen varios elementos que generan controversia. A pesar de tener una vocación holística y de buscar los factores subyacentes a la violencia radical, los promotores de estas políticas han apuntado como causa principal la difusión de una ideología extremista como factor detonante de la radicalización. Eso hace que, a pesar de tener un ámbito de acción[1] amplísimo, se focalice especialmente en controlar y erradicar la difusión del mensaje, así como en hacer un esfuerzo por modelarlo.
Así pues, según los autores esta aproximación puede llevar a una expansión de políticas de vigilancia y a un exceso de celo que comporte censura en internet o a una criminalización de diferentes colectivos por una simple cuestión ideológica. Al mismo tiempo, teniendo en cuenta que las CVE hacen un gran esfuerzo por involucrar diferentes actores públicos y privados, resulta casi imposible que los agentes de la sociedad civil que trabajan en este ámbito, pero con perspectivas diferentes, se distingan de las campañas gubernamentales. Y, finalmente, las iniciativas CVE se llevan a cabo desde ámbitos públicos de ejecución de políticas públicas, pero lejos del control de las cámaras legislativas, de modo que derivan hacia un debilitamiento de los controles democráticos y de rendimiento de cuentas.[2]
En definitiva, los autores señalan el peligro de que la voluntad de llegar a todos los ámbitos sociales para prevenir el radicalismo violento se convierta finalmente en una herramienta de ingeniería social y de estigmatización si los elementos de control democrático y rendimiento de cuentas no se ponen en práctica.[3]
[1] Entre los tipos de acciones de las CVE hallamos actividades de participación y divulgación, fomento de capacidades y ayuda al desarrollo, educación y formación, campañas publicitarias y de relaciones públicas y colaboraciones entre organismos policiales y no policiales.
[2] Los autores proponen varios ejemplos, entre los cuales, en el ámbito de la Unión Europea, el Radicalisation Awareness Network (RAN) que, según el estudio, no somete su actividad a un control democrático relevante y mantiene de modo opaco su extensa red de afiliación.
[3] Los autores proponen hasta doce puntos para valorar si una política CVE se ajusta a los criterios democráticos y de derechos fundamentales. Destacaríamos una aproximación basada en el respecto a los derechos fundamentales, así como de igualdad de género y de derechos de los menores; un control democrático y judicial; evitar tener como objetivo un solo colectivo racial o religioso que pueda incurrir en discriminación; evitar a la vez intrusiones en la privacidad o acciones de censura y, finalmente, no desbaratar los esfuerzos de la sociedad civil en este campo.
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